Con cierta tendencia cíclica se reactiva en la España conservadora el repique a rasgadura de vestiduras y el llamamiento para llevar a la hoguera a los nacionalistas pertinaces en los asuntos lingüísticos.
Una de las acusaciones con la que los conservadores pretenden que la Santa Inquisición le dé a la cerilla, consiste en la denuncia de la actitud de los nacionalistas más radicales para obligar, al resto de habitantes del territorio "diferente" a hablar en el "idioma" que contribuye a marcar esa diferencia.
Es cierto que el provincianismo que no consiguen sacudirse de encima algunos de esos individuos más recalcitrantes con las cosas "nacionalistas", les obliga a mostrar al desnudo su nivel de miseria humana. Son criaturas que, incapaces de pensar -y promover- que la conservación, protección y difusión de la lengua materna sea un derecho inalienable al natural de ése territorio, y una opción a disposición de cualquiera que pueda sentirse atraído por razones culturales o de cualquier tipo, optan por convertirla en una obligación. Es la vieja diferencia entre un pensamiento liberal y otro fascista.
Pero también es cierto que los nacionalistas apasionados no son los únicos responsables de esa situación. En España, incluso a pesar de los nacionalistas de provincias, seguimos siendo un país donde la pasión la gestionamos nosotros y el mundo del razonamiento se lo dejamos -inconscientemente- a otro. Si empleásemos la razón observaríamos situaciones curiosas.
En pueblo de Murcia |
Cuando la persona está más atenta a decir lo que cree que los demás quieren escuchar, que lo que realmente piensa, está utilizando el razonamiento colectivo inducido; está renunciando voluntariamente a su capacidad individual para emitir un juicio personal. Y en el caso que nos ocupa, está actuando -precisamente- a favor de aquello que luego quizá rechaza.
La pasión es el razonamiento colectivo inducido.
Quizá un repaso al análisis de coste y beneficio de Carlo Cipolla sirva para reconsiderar nuestro punto de vista.